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viernes, 24 de julio de 2020

Nana a destiempo


Fuimos una nana a destiempo,
perdidos entre relojes de cuco a deshora.
Nunca en sincronía, siguiendo ritmo de caos.
La melodía desafinada que resuena sin final.
Las palabras no dichas y demasiado pensadas, demasiado silenciadas,
cansadas de ser contaminadas en manos de ceniza.
Fuimos fotografía en blanco y negro, malditas por la bruja melancolía,
por diablos de lodazal.
Fuimos algo mal, incorrecto, pecado reincidente.
Fuimos todo lo blanco y puro, paloma de paz y tierra fértil.
Fuimos noche cerrada, humo y anonimato.
Fuimos lucero y viento del norte, tan sereno, aliento y nieve.
Nunca debimos mirarnos, besarnos.
Nunca debí deshacer mi alma entre tus dedos.
Nunca debiste enredar tus sueños en mi cabello.
Y es que hay laberintos de los que no deseo huir, donde quisiera cortar el hilo y brindar con Lucifer por una guerra sin sentido.
Hay poemas corrompidos, que queman y cortan,  arañan y muerden, y yo me dejaría matar por cada palabra dicha por tus labios de sal.
Ven sin acercarte, ámame sin tocarme, háblame en silencio, sin enredar tus piernas en mi sábana, que aún es blanca, aún piensa que el alba borra lo sucedido a medianoche.
Nunca debí dar contigo, nunca debiste desvestirte en mi cuarto.
Ahora solo queda agua estancada y rescoldos fríos, canciones sin sentimiento, miel amarga.
Y quedamos tú y yo.
Quedamos maldiciendo la definición de cordura, a ti, a mí, esta casa, este poema, el momento en el que mordimos la manzana.
Quedamos tú y yo en esta calma tortuosa de guerrero caído.
Nunca debimos, pero fuimos,
y pese a que las alas nos pesan,
a que tenemos la piel deshilachada y la boca seca.
Pese a ello, como siempre, aquí nos quedamos.




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lunes, 13 de julio de 2020

Aunque nunca me habló dulzuras de amor

Y su voz era tabasco y almíbar.
Era la luz de los bares a medianoche, ahogados en besos de amantes y poetas perdidos.
Y su voz me llevaba lejos, lejos, tan lejos.
Me llevaba a escalar la luna y pintarle una sonrisa de payaso, 
me llevaba a reírme del lobo malo y ponerme la  caperuza roja de falda corta, corta, tan corta.
Y me volvía loca dentro de mi pulcra cordura.
Porque cuánto necesitaba el caos en esta cama de límites y ángulos rectos, 
de horarios grabados en piedra y relojes de arena.
Sus manos siempre encendidas y mi cuerpo siempre hambriento,
voraz como nunca lo creí.
Y me traiciona y te grita y se deshace como arcilla, dejándose moldear como en cierta película que todos conocen.
Su voz era todo aquello que mi madre odiaría; 
y mi padre me encerraría en una torre perdida para no oírla, pero yo me dejaría crecer la melena.
Sabéis que lo haría.
Él era mi contrapunto y la línea paralela que me mira, me mira, pero no llega a rozarme.
Y yo me vuelvo curva retando a las leyes de la geometría porque quién quiere ser el número de oro pudiendo ser una espiral a su alrededor.
Su voz era tequila con sal, con limón. 
Era sudor en una madrugada bailando sin saber los pasos, perdiendo el ritmo y encontrándolo en el fondo del vaso.
Su voz era agua.
Era aire fresco.
Y aunque nunca me dijo lo que yo deseaba, aunque nunca me habló dulzuras de amor o cuentos de hadas, yo siempre recordaré su voz de tabasco.
Su voz de almíbar.


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martes, 2 de octubre de 2018

Lo que haría

¿Qué harías si lo supieses?
¿Qué expresión adoptarías si conocieses la verdad?
Si supieses que me rindo al recuerdo de tu ojos,
y las sábanas son un patético sustituto de tus brazos
los cuales solo puedo imaginar pues no es a mí a quien sostienen.
Estúpida y borracha de un amor que jamás debió nacer
me deshago en manos ajenas, en manos que no me importan.
En manos a las que no importo en absoluto.
Juego a ser amante de papel.
A encarcelar a mi corazón y a sonreírte como si no muriese por dentro.
Las historias de enamorados que superan el tiempo y las guerras,
el odio y las tormentas,
son utopías para ingenuos.
Yo también las creía, confiaba ciegamente como un niño cree en la magia.
Pero como un niño crece y se desengaña,
yo me dejé sorprender por unos sentimientos que ni siquiera sabía que albergaba.
Ahora me asfixio en un laberinto del que no sé salir,
del que no sé si quiero salir.
Lo que haría por que me mirases de una vez a los ojos.
Por que me mirases cuando te observo, cuando hablamos.
Lo que daría por que supieses que mis labios se agrietan lastimeros ansiando tu tacto.
Ojalá te dieses cuenta de que camino por la cuerda floja,
emparedando mi corazón,
acallando lamentos que me arañan la garganta hasta que no me sale la voz.
Podría venderme al mejor postor, al mejor amor de usar y tirar,
al mejor cigarro consumido o café trasnochado.
Al mejor poeta cruel, al mejor artista huérfano de calor.
Me muero de frío entre miles de brazos, arropada por la piel de otro.
Me congelo en el aliento de alguien que no recordaré mañana.
Y te pienso.
Y te extraño.
Y tú ni siquiera lo sabes.
Ni puedes saberlo, no, no puedes.
No puedes porque soy una cobarde que se ahoga en lágrimas y vino blanco.
No puedes porque me aterra perderte. Me da pánico que me des la espalda.
No puedes porque no puedo.
Lo que haría por un solo baile en el que me cantes al oído como a ella.
Lo que daría por un beso robado bajo las estrellas, o junto al océano en calma, o, que sé yo, en cualquier calle con nombre de poeta, porque daría igual el lugar si estás tú.
Ofrecería mi alma al diablo, como hizo Dorian Grey, por tener el valor de enfrentarte y enfrentarme.
Quiero y no quiero olvidarte.
Quiero y no quiero quererte.
Te detesto y te necesito.
Te adoro y te alejo de mí para luego buscarte con mi orgullo hecho trizas en una cama ajena.
Idiota y desesperada, idiota y, por desgracia, enamorada.
Lo que haría por dejarte leer este poema antes de dejarlo arder;
antes de que las palabras se conviertan en ceniza.
Ya sabes, antes de que todo este valor de poca monta se vuelva el villano de mi historia y se me ancle al tórax.
Lo que haría por dar el paso a tus labios en vez de acunarme en la quietud de mis trincheras.
Si supieses todo esto, todo lo que yo daría...
Tú...
¿Qué harías?



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lunes, 6 de agosto de 2018

El día más frío

Lo recuerdo como si estuviera pasando en este mismo instante.
Era el día más frío del año,
las rosas murieron bajo el aliento invernal.
Los pájaros enmudecieron, siendo sus gargantas hielo,
escarcha.
Una blancura deslumbrante,
pura,
reinó y el mundo se doblegó ante un rey de ojos gélidos.
Sí, lo recuerdo.
Sentí como el frío me mordía las entrañas,
como si mil grietas atravesasen mi pecho,
lacerando la carne y desgarrando mis venas.
Aquel día desaparecista con la ventisca,
dejando retazos de lo que fue y ya no volverá.
De lo que pudo ser pero el destino caprichoso,
de sonrisa afilada,
se llevó sin piedad.
Sí, recuerdo el sentimiento de asfixia,
de desdibujarme en un río helado,
de alzar la mano que ya no era piel sino un grito mudo de ayuda que nadie iba a oír.
De morir bajo una avalancha que me presionaba el pecho
hasta parar las agujas de mi corazón.
Y el miedo,
el pánico a que mi mundo se derrumbara,
a caer y caer y nunca tocar fondo.
Me aterraba perderte, perderme.
Temía que mis pupilas se tornasen agujeros negros que devorasen todo a su paso hasta desaparecer.
Implosionar en un mar de estrellas demasiado brillantes.
Hacía demasiado frío,
los huesos se me helaron,
las palabras se me congelaron en la lengua.
Hacía demasiado frío,
mis latidos se saltaron varios segundos,
el aire me arañó los pulmones.
Lo recuerdo como si estuviera pasando en este mismo instante;
recuerdo el día más frío del año,
el día más frío...

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domingo, 25 de febrero de 2018

Disfruta del carnaval

Una vez leí en un viejo libro de poemas,
bañado en el polvo del tiempo,
que la vida era una farsa, que debería ponerme la máscara y disfrutar del carnaval.
Y esa frase quedó grabada en mi pecho.
Se convirtió en una bandera que ondea en el fondo de mis párpados.
Y es que tenía razón.
Todos somos latidos a contrarreloj.
Hojas de otoño que vuelan osadas desde el árbol materno hasta el suelo.
Tenemos fecha de caducidad y un cronómetro anclado al tórax.
Somos un número finito en un universo infinito.
Motas de polvo, un diente de león a la deriva.
Vivimos en los últimos segundos de la canción, justo entre el solo de guitarra y el silencio final, o en el epílogo de un cuento sin narrador.
Somos sueños y recuerdos escritos en una página en blanco.
El último verso del poema, el pétalo de rosa más bello.
Vibramos entre los últimos rayos de sol y la luna llena;
entre burbujas de champagne trasnochado y amores de leyenda.
¡Qué hermoso carnaval!
¡Qué bella mentira!
Escoge una máscara y bailemos en Venecia,
entre el murmullo del agua que resuena con temporizador.
Somos meras historias a medio escribir y,
¿no es eso maravilloso?
¿No lo entiendes?
Somos los besos que daremos antes de que acabe la noche,
lágrimas de emoción o de felicidad.
Somos granos de café molidos y bañados en sol y tardes rodeados de amigos.
Somos lo imposible,
magia envuelta en carne y hueso.
Somos tiempo robado al tiempo 
qué bien sienta ser ladrón por un día.
Somos lo vivido y lo que está por venir.
Somos enmascarados bailando en el carnaval.
Y dime,
¿no es eso maravilloso?

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lunes, 5 de febrero de 2018

Océano en calma

Ni siquiera la arena del tiempo recuerda cuándo comenzó todo.
Ni siquiera los más vetustos árboles, o los susurros del viento
podrían contar cómo dio comienzo esta historia.
A mis oídos han llegado ecos de otro tiempo, de tierras lejanas,
murmullos a media voz, cuentos a medianoche alumbrados por velas con olor a canela.
Intentaré contarte la historia más antigua que existe, la del equilibrio de los elementos.
Una historia de amor perdido y encontrado en el lugar más inesperado.
La leyenda nace en un pueblo a orillas del mar.
Un lugar besado por la voz de las sirenas,
que se peinan sus largas cabelleras entre la espuma de las olas,
que cantan y enamoran,
que cantan y hacen olvidar.
Un lugar rodeado de arrozales y un plácido sol primaveral que nunca muere.
Un lugar pacífico, hermoso en su más simple esencia.
Hasta que se desató la Tormenta.
La primera Tormenta de todos los tiempos, que lanzaba truenos como un dios furioso y sediento de muerte y cenizas, de astillas, de dolor y lágrimas de carbón.
La primera Tormenta levantó huracanes y asesinó sirenas y hombres.
Ahogó barcos y arrancó bosques, siendo sus lágrimas dagas de agua helada que laceraban la carne y rasuraban el alma.
La primera Tormenta envenenó el mar y lo obligó a elevarse al cielo, a vomitar olas como gigantes sobre todo aquel que osara alzar la mirada e implorar piedad.
La primera Tormenta sonrió con una luz que momentáneamente lo iluminó todo, todo en su odioso esplendor.
Entonces llegó Ella.
Ella, sola y valiente.
Ella, sin más arma que la granada anclada en su pecho, mal llamada hoy en día corazón.
Ella, subida al acantilado más alto, se enfrentó a la Tormenta, que rio ante la osadía humana, ante su fragilidad y mortalidad.
Mas Ella había hablado en sueños con el mar, habían hablado desde su más tierna infancia sabiendo que el día llegaría, sabiendo que por separado nada podría hacerse frente a la caída del cielo sobre la tierra.
Entonces, Ella, sola y valiente, sin más escudo que su piel de porcelana, se lanzó a la boca abismal del océano y su voz se tornó murmullo marino; y su carne, espuma rabiosa y enfurecida; y su alma fue la fuerza misma del mar que desencadenó una batalla de titanes que duró tres días con sus tres noches.
Tras el feroz enfrentamiento, sólo el Mar quedó en pie.
Sólo Ella ganó, sacrificando su vida bajo la sal marina, bajo perlas de sirenas muertas y algas que en silencio le susurraban cuentos infantiles.
Ella y el Mar cayeron en el olvido.
El mundo siguió girando y el equilibrio se restauró.
Hasta hoy.
Aquí es donde todo cobra sentido, donde la historia más antigua de la Historia se mezcla con la mía.
Nací en un pequeño pueblo a orillas del mar.
Crecí oyendo historias de las maravillas de las profundidades, de un océano que puede ser caprichoso, que puede ser rey y verdugo, ángel o gárgola infernal.
Mi vida transcurría entre el sol del amanecer y el reflejo de la luna en el inmenso mar cuyo horizonte nadie era capaz de precisar.
Y yo ansiaba, deseaba como sólo un niño pequeño desea, unirme al agua, ser uno solo, que las corrientes fluyeran por mis venas y que mis ojos fuesen barcos hundidos en los que reinan fantasmas de otro tiempo;
y que mis manos fuesen de coral;
y mis labios, escamas de sirena.
Y yo amaba más que a nada y que a nadie los cuentos que el océano me contaba.
Jamás dije en voz alta que hablaba con el Mar, ¿quién iba a creerme?, además, ¿quería yo compartir el privilegio de ser la elegida por algo más grande que yo, más grande que el universo?
No, ese siempre sería mi secreto.
Siempre sería mi más preciado secreto.
Los años pasaban y la voz acuosa instalada entre mi cerebro y mi pecho cada día resonaba con más fuerza.
Ya no quería oír nada más aparte de esa voz, ¿qué podría nadie aportarme que aquel mágico trovador no pudiese?
¿Quién sería capaz de robarme un solo segundo junto al océano?
Porque yo lo amaba con mi tierno corazón infantil, lo amaba con la familiaridad con la que uno besa a una madre, o lee su libro favorito, siempre sintiendo la emoción de llegar a la mejor parte.
Hablar con el Mar era aquello por lo que inspiraba cada voluta de oxígeno y nada más existía.
Nada más importaba.
Nada.
O eso creía.
Entonces, cuando ya era una mujer, cuando las muñecas fueron sustituidas por barras de labios, cuando los juegos en la orilla fueron sustituidos por miradas furtivas de madrugada.
Entonces llegó él.
Llegó al pueblo una mañana con los primeros rayos del sol, en silencio, arropado por el olor a salitre y el vaivén del oleaje.
Llegó sin avisar y sin avisar se instaló en esta estúpida granada de mano que tengo por corazón.
Ya no me importaba el Mar, mi primer y más puro amor, ahora solo quería oír su piel rozando la mía, o su voz grave como un terremoto leyendo poesía junto a mis labios.
Mi amado trovador de agua por primera vez en mi vida enmudecía dejando paso a un silencio arrollador, que de noche me asustaba si no estaba él a mi lado.
Cuando me acercaba al agua me clavaba conchas rotas y la sal me mordía los tobillos.
Las olas crecían al verme pasar, para tragarse mi alma y clavar una estaca de pánico en mi garganta.
Yo era aquella que traicionó el amor inmortal de las aguas por el mero amor mortal del hombre que iluminó cada noche de luna nueva, que hizo de cada acantilado un prado de rosas y violetas.
Una parte de mí, la niña que un día soñaba con ser sirena, aún quería bailar y sentir la espuma jugar entre sus dedos.
La mujer en la que me había convertido, enamorada pero traidora, no aguantaba más.
Y con la cobardía alrededor de mi cuello huí de aquel sitio de la mano del hombre que me amaría hasta su último aliento.
Pasaron varios años, y una mañana sentí un beso en mi vientre.
Sentí una semilla germinar en mi vida.
Esa eras tú, hija mía.
Cada día te quería más y más y durante todas esas noches me protegiste de las pesadillas de las que ni siquiera el amor imperecedero de tu padre pudo defenderme.
Pesadillas en las que me ahogaba en un Mar vengativo, en el que me dejaba ahogar culpable y avergonzada.
Entonces, una mañana fría de marzo naciste y contigo trajiste la primavera.
Trajiste luz y pétalos de flores a mi cama siempre mojada y manchada de algas podridas.
Pero cuando saliste de mi cuerpo las pesadillas volvieron.
No les hice caso. Le tenía a él y ambos te teníamos a ti.
Nuestro lucero y mi salvación.
Mi vida.
Mi tercer gran amor.
¿Que por qué escribo hoy ésto?
Mi preciosa niña, hoy te escribo ésto para que sepas por qué he de marcharme.
Esta madrugada los rayos de sol no salieron, no podían.
Estaban debilitados, torturados por un guerrero que debía estar muerto desde los albores del tiempo.
Esta madrugada el silencio es rey eterno y la vida se marchita segundo a segundo, latido a latido.
La Tormenta ha vuelto.
Como en aquella antigua leyenda que el Mar me contó de niña, que yo te relataba cada noche, la Tormenta ha despertado, con su cabellera de rayos y truenos, con sus ojos de relámpago vengador y sus lágrimas que no son gotas de lluvia sino afiladas guadañas.
Hoy, mi pequeña, yo debo de ser Ella.
Yo, sola y valiente, sin más arma que la granada anclada a mi pecho.
Yo, sola y valiente, sin más escudo que mi piel de porcelana.
Y le pido al Mar, que siempre supo que este día llegaría, que me perdone por desoír sus consejos, pero que comprenda que no me arrepiento pues debía bailar cada baile con él, debía besar cada milímetro de su piel con olor a bosque.
Que debía llevar en mis entrañas a la luz de mi vida, a mi tesoro más preciado.
Que debía alejarme de mi cuentacuentos de oleaje para amar a tu padre, para amarte a ti.
Debía ser mujer de carne y hueso antes de ser mujer de sal y perlas marinas.
Que Dios me perdone pero jamás saldrá de mis labios agrietados una disculpa.
Que sean mis actos los que hablen por mí y que esta carta dirigida a mi hija, sea la única testigo de mi amor y cobardía, de mi amor y valentía.
Porque antes de que la canción que de fondo suena, ensordecida por la batalla entre un cielo que ruge y amenaza con descolgarse de las estrellas y tragárselo todo, antes de que la sonata termine, me subiré al más alto acantilado.
Porque hoy Ella soy yo.
Porque hoy yo soy Ella.
Porque hoy, mi niña, mi protectora frente a las pesadillas y la oscuridad, me lanzaré a la boca abismal del océano y mi voz se tornará murmullo marino; y mi carne, espuma rabiosa y enfurecida; y mi alma, colmada por mis tres grandes amores, será la fuerza misma del mar, que de una vez por todas acabará esta guerra de titanes.
Lo que Ella inició, hoy seré yo quien lo termine porque, hija mía, mi regalo para ti es un hermoso e inmenso océano en calma.

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miércoles, 31 de enero de 2018

Un río fluye por mis venas

Un río fluye por mis venas
y me aterra que lleguen nuevas lluvias.
Me aterra que se desborde y me arrastre
y me ahogue
y me enrede entre algas y demonios de agua dulce.
Soy una cobarde.
Asustada y escondida entre el olor familiar de una manta infantil
y muñecas viejas, polvorientas
que ya no saben cómo consolarme,
que ya las nanas se secaron en sus labios inertes.
No sé hablar o alzar la voz.
No sé expresar mis sentimientos
si no es tras un rastro de tinta.
No sé reír a carcajadas, sólo a media voz, a medio suspiro.
A medias siempre.
¿Y ahora?
Ahora ojalá pudiera llorar y vomitar dudas y miedos que arañan mi alma
y se cuelgan de mi garganta.
Ahora ojalá poder hablar de manera clara, sin tapujos ni rodeos,
sin dobles sentidos que cortan y laceran.
Y si ésto es un grito de ayuda silenciado que así sea,
pero ¡ah! ¡qué caprichosa sonaría!
No quiero compasión ni pena.
No quiero migajas.
En realidad todo se reduce a mi falta de valentía,
a mi falta de seguridad.
A dar un paso adelante, y dos hacia atrás.
A evitar los saltos de fe porque nunca creí en milagros.
Para mí el agua nunca se tornará vino.
En realidad todo se resume en que aquí y ahora,
esta noche...
Esta noche solo quiero llorar hasta inundarme los pulmones,
hasta desnudar mi alma.
Llorar hasta borrarme la tristeza de los ojos.

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